“Funciona como un reloj suizo”. Este dicho tan extendido define a la perfección la merecida fama que tienen nuestros compañeros inseparables de muñeca fabricados en el país helvético.
Y es que no es casualidad que muchas de las marcas más cotizadas de esta industria procedan de aquí, especialmente de la ciudad de Ginebra. No en vano, se trata de una tradición que se remonta a hace siglos, y que se ha ido perfeccionando con el paso del tiempo.
Tenemos que trasladarnos, concretamente, a mediados del siglo XVI, época durante la cual el reformador Calvin prohibió, precisamente en Ginebra, la exhibición de todo tipo de riqueza. Teniendo en cuenta que en la villa bañada por el Lago Léman la orfebrería era uno de los sectores más arraigados, esta decisión fue, desde luego, un gran problema. Pero también una gran oportunidad.
Así, los artesanos se lanzaron a buscar alternativas a los anillos o los colgantes, y pensaron en la relojería. Lo hicieron tan bien que, antes de que acabara la centuria, los productos ya tenían fama mundial y se exportaban a todos los puntos del planeta.
Muy pronto, la fabricación de estas piezas traspasó fronteras y se extendió desde Ginebra al resto del territorio nacional, también en parte porque muchos orfebres tuvieron que emigrar de la ciudad ante la “superpoblación” de fabricantes de relojes. Como muestra, un dato: a finales del siglo XVIII, solo la ciudad de Ginebra exportaba anualmente más de 60.000 relojes.
Y así siguió a lo largo de casi todo el XIX. Los bolsillos de los ciudadanos de cualquier rincón del globo portaban, para estar al tanto de la hora, un reloj fabricado en Suiza. Incluso llegaron a superar en número de piezas fabricadas al entonces imparable Imperio Británico. Sin embargo, en la segunda mitad de dicho siglo, empezaron a producirse relojes en EE.UU., mucho más baratos y de gran calidad.
Como consecuencia, en solo 10 años las exportaciones de relojes suizos a Estados Unidos se contrajeron en un 75%. Por ello, y para hacer frente a este nuevo hándicap, se decidió buscar la precisión y, lo que es más importante, crear una marca para distinguirla. Nacía así el hoy mítico ‘Swiss made’, que perdura hasta nuestros días: solo se considera suizo un reloj que cumpla determinadas condiciones en términos de fabricación, ensamblaje del mecanismo y control final.
La crisis del siglo XX
Durante todo el siglo XX, los relojes suizos fueron incorporando nuevas funcionalidades, como calendario o cronómetro, así como diversas mejoras. De hecho, Rolex fue la firma que, en los años veinte, construyó el primer reloj resistente al agua.
Sin embargo, hubo un hito que estuvo a punto de cambiarlo todo. En 1967, en el Centre Electronique Horloger (CEH – Centro de relojes electrónicos) de Neuenburg, Suiza, se “descubría” el cuarzo como material idóneo para la fabricación de relojes. Mientras japoneses y norteamericanos se lanzaron a perfeccionarlo, en Suiza se dejó un poco de lado y los esfuerzos se centraron en el desarrollo y la optimización de relojes mecánicos. La historia es por todos conocida: los años setenta fueron los del auge de los relojes digitales, dejando a los tradicionales producidos en Suiza en una situación más que complicada.
Ahora abre el cajón y echa un vistazo. Porque casi seguro encontrarás un reloj de la marca Swatch. Y es que, gracias a sus relojes de cuarzo analógicos, presentados en 1985 y pensados más como accesorio de moda, resurgió, una vez más, la industria relojera helvética.
Un punto de inflexión que sirvió para la reflexión y que ha permitido que, a pesar de los “smartwatch” y la crisis del coronavirus, la industria goce de buena salud en la actualidad.
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