Guerra. Una de esas palabras que a todos nos encantaría eliminar de los diccionarios, pero que desgraciadamente sigue apareciendo en las noticias todos los días. Sin embargo, hay países en el mundo que tratan de evitarla por todos los medios. Uno de ellos es Suiza, que tiene la neutralidad como principio fundamental de su política exterior.
Ello significa, en la práctica, que está “prohibido” que la Confederación Helvética participe en conflictos armados o forme parte de alianzas militares. Una política que se remonta a hace cinco siglos, y a un hecho muy concreto, la derrota de los confederados en la batalla de Marignano en el año 1515 y el Tratado de Friburgo, en el que se estipuló que los suizos se abstendrían de luchar contra Francia.
Hasta entonces, los cantones suizos participaban de manera habitual en los diferentes conflictos que se sucedían en el viejo continente, como las guerras contra los Habsburgo o contra los duques de Borgoña. Pero la situación fue evolucionando de modo que en las décadas sucesivas Suiza se alejó del campo de batalla, limitándose a proporcionar armas a otros estados beligerantes o simplemente constituir un “Consejo de Guerra” pensado para dar al país la opción de defenderse ante un ataque externo, pero no para atacar.
Algo que no sirvió en todo caso para contener a los ejércitos napoleónicos, que invadieron el país en 1798, propiciando la creación de una República Helvética sometida al emperador galo. Suiza se veía obligada por tanto a abandonar su neutralidad, llegando incluso a formar parte de la campaña francesa en Rusia con algunos contingentes de tropas.
Tras la caída de Bonaparte, Suiza declaró en el Tratado de París de 1815 su neutralidad y la inviolabilidad de su territorio, siendo reconocida ese mismo año en el Congreso de Viena. Desde entonces, no ha participado de manera directa ni indirecta en ningún conflicto, manteniendo una posición de no beligerancia que fue formalizada en la Convención de La Haya de 1907, donde se establecieron los derechos y las obligaciones de los estados neutrales en tiempos de guerra.
Algo que puso en práctica durante la Primera Guerra Mundial, cuando se limitó a comerciar y a acoger a diversos opositores al conflicto. O en la Segunda Guerra Mundial, cuando pese a compartir frontera con las dos potencias europeas del Eje (Alemania e Italia) no se involucró y únicamente acogió refugiados civiles y militares de la contienda.
En la segunda mitad del convulso siglo XX, en plena Guerra Fría, Suiza participó en misiones diplomáticas entre las dos Coreas, entre EE.UU. y la URSS y también entre EE.UU. e Irán. Tras la caída del Muro de Berlín, el país helvético dio algunos pequeños matices a su política de neutralidad, participando en las sanciones económicas impuestas a Irak en la primera Guerra del Golfo (1991) o enviando voluntarios no armados para apoyar la pacificación en Kosovo.
En este sentido, una votación popular en 2001 condujo a la aprobación, por escasa mayoría, de la posibilidad de proveer con armas de los efectivos suizos en intervenciones para el mantenimiento de la paz. Aun así, nada de eso ha influido en la neutralidad como máxima, no formando parte de organizaciones supranacionales como la Unión Europea o la OTAN.
Todos los suizos tienen interiorizado y aceptan este papel en la escena internacional. Una decisión que, según varios expertos, fomenta la cohesión nacional y garantiza la independencia, además de servir como punto de equilibrio en todo el continente.