Complicado se presenta, en una sociedad híbrida como la nuestra, que ciertos valores sigan vigentes como principios fundamentales que sean capaces de alumbrar, cual faros, los distintos caminos que las personas emprendan.
Del “Arte de la prudencia”, de Baltasar Gracián, se desprende que, si tienes grandeza interior, eres persona mejor, y nos invita a descubrir ciertas virtudes que son inmutables a lo largo del tiempo. La honestidad es una de ellas.
La práctica de la honestidad debe llevar implícitos compromisos sociales y personales: honestidad, como parte de la conducta vital; solidaridad, como exigencia en comunidad. Cicerón tiene escrito que “la grandeza del alma verdadera y sabia juzga por la honestidad, que es propia especialmente de la naturaleza humana, está puesta en los hechos, no en la fama, y prefiere no parecer la primera, sino serlo”.
Esta última reflexión del filósofo y orador enlaza con la idea de la honestidad con uno mismo, la que realmente importa en todos los ámbitos, frente a la trompeta falsa y lisonjera de la fama.
La honestidad es una virtud que adorna a las personas íntegras. Las personas íntegras son honestas.